Hay alguien nuevo en la ciudad

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En uno de sus primeros discursos el nuevo Presidente chino, Xi Jinping, ha prometido perseguir un “sueño de rejuvenecimiento nacional”. En todo caso, fuera de la retórica del poder, una de las cosas que sorprende cuando conversas con los dirigentes chinos es que son absolutamente conscientes, y aparentemente sinceros, sobre los graves problemas que tiene que afrontar su país al que siempre se apresuran en calificar como en vías de desarrollo. Deng Xiaoping, quien después se convertiría en el sucesor de Mao, ya afirmó ante una delegación de científicos australianos a principios de los 70 que, durante su visita por su país, observarán el atraso de China y no sólo sus logros. Una muestra más del diferente carácter oriental. 

Porque estamos hablando de un país-continente de más de 1.300 millones de habitantes, el segundo país del mundo en términos de PIB y un crecimiento del 10% anual, una potencia exportadora e inversora y con ciudades que pueden competir como iguales con las grandes urbes europeas y norteamericanas. Pero también hablamos de un país con enormes desigualdades sociales y desequilibrios económicos, con provincias del tamaño de un estado europeo cuyos habitantes cobran salarios similares a los africanos, un sistema de protección social aún muy precario, un grave problema de envejecimiento demográfico, y un desarrollo productivo muy agresivo medioambientalmente. Y eso sin entrar a que, evidentemente, no estamos ante una democracia y que la protección de los derechos humanos está lejos aún de lo aceptable.

En todo caso, China está demostrando su capacidad de crecer y, al mismo tiempo, encontrar su papel en el mundo. Y pretende hacerlo de forma diferente. En 1971, en las reuniones que mantuvieron el primer ministro chino Zhou Enlai, y Kissinger, aquel afirmaba que, por más fuerte que llegara a ser su país, mantendría un planteamiento singular ante los asuntos internacionales, en el que se rechazará la idea tradicional de superpotencia. En efecto, el discurso oficial chino habla de cooperación entre países, de relaciones internacionales en términos de igualdad y el win-win, es decir, en una relación bilateral se debe encontrar algo en lo que ambos ganen. 

Lo cierto es que su forma de hacer las cosas es diferente a la que tradicionalmente han usado las dos grandes potencias del siglo XX, la URSS y los Estados Unidos. Huyen de políticas "imperialistas" y lleva décadas guardando una apariencia de neutralidad. En sus intervenciones en África, lejos de enviar tropas, construyen carreteras y otras infraestructuras. Por ejemplo, los 200 millones de dólares que ha costado la sede de la Unión del Pueblo Africano, probablemente el edificio institucional más importante del continente, han sido sufragados íntegramente por China. En América latina, la inversión y la influencia china han crecido a un ritmo vertiginoso y, como decía un reciente artículo de El País, es vista con mejores ojos que la estadounidense gracias a “la diplomacia pragmática” que ha optado por desarrollar en la región el Gobierno chino y a que su inversión en América Latina “no está basada en la ideología”. 

Sin embargo, no todo está tan claro. Por ejemplo, el gobernador del banco central de Nigeria ha dicho recientemente que "China coge nuestras materias primas y nos vende productos manufacturados. Esto fue la esencia del colonialismo. África se abre ahora de buen grado a una nueva forma de imperialismo". Además, China se ha convertido ya en el quinto exportador de armas mundial y el primero en el África subsahariana y sigue una política poco transparente en este ámbito. Es cuestionable la compatibilidad de una política de no injerencia en asuntos nacionales internos con esta política sobre armamento.

Por otro lado, otro de los claros ejemplos de que China busca un nuevo orden internacional es que el primer viaje del nuevo Presidente ha sido a la cumbre de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica). Estos países, que suponen más del 40% de la población mundial y alrededor del 20% de la riqueza, están trabajando una alianza estratégica que les permita escapar del orden internacional y las instituciones creadas tras la Segunda Guerra Mundial y su potencial de desarrollo es arrollador si superan sus diferencias o la corrupción de algunos de sus regímenes.

Está por ver, por tanto, la naturaleza de la expansión de China pero lo que es indudable es que el orden internacional va a cambiar porque ha irrumpido con fuerza un nuevo actor. Alguien cuyo poder económico crece a pasos agigantados y que, aunque con grandes desequilibrios internos, transmite una sensación contundente de que, sobre todo, sabe muy bien lo que hace.

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